Tuesday, January 06, 2009

El conde de Tarapoto: Loretano de la realeza europea


Esta es una interesante historia que encontré en el libro de Ovidio Lagos, Arana, rey del caucho (Emecé, 2005), resulta que un Morey llegó a lograr el grado de noble en Europa sólo para lograr la mano de su amada. Se convirtió en el "El conde de Tarapoto" muy vacilado por sus amigos en la cálida Iquitos .


La foto es de http://www.lorito.com.pe/ sólo es ilustrátiva.


Acá les dejo la historia.

Las familias loretanas –así se denominaban los habitantes del departamento de Loreto- hicieron las valijas y se instalaron en Europa, dejando que el miembro fuerte de la familia se hiciera cargo de los negocios. No lo hicieron por esnobismo, sino por necesidad. Iquitos, sin enseñanza, con calles de barro, con un clima opresivo, con una mínima infraestructura sanitaria, no era el lugar indicado para los reyes del caucho. Sus hijos estudiarían en Europa o en los Estados Unidos, porque era lo mejor para ellos. En París, por ejemplo, existía un colegio con más de cien niños loretanos. Julio César Arana, como veremos, tampoco pudo escapar a este imán europeo: a principios del siglo XX, trasladó su familia a Biarritz, y luego a Londres y a Suiza.

Es inevitable preguntarse qué vida hacían en Europa los loretanos. Fue la era, claro, de los millonarios sudamericanos: caucheros del Brasil y del Perú; cattle barons, de la Argentina; reyes del salitre o del carbón de Chile. Pero a diferencia de argentinos y chilenos que intentaban desesperadamente ser europeos, relacionarse con la nobleza a través de oportunos casamientos y arrasar con cuanto mueble y objeto estaba a la venta para sus palacios franceses de Buenos Aires o de Santiago, los amazónicos optaron por un perfil más bajo, relacionándose esencialmente entre ellos. Tal vez, conocían sus limitaciones frente a la sofisticadísima sociedad europea y no olvidaban que provenían de la selva. Existía entre ellos un esprit de corps que les permitía formar una verdadera comunidad. Acostumbrados por nacimiento a un clima tropical, al excesivo calor y a la humedad, no toleraban el invierno europeo. Con los primeros fríos, se embarcaban rumbo a la isla caribeña de Barbados, hasta que retornara el clima cálido. Curiosamente, todos tenían sus residencias en la misma calle. Hubo excepciones, claro. Siempre había alguien que terminaba deslizándose en los salones parisinos o madrileños, algún enfant terrible que aspiraba a algo más que relacionarse únicamente con loretanos. El ejemplo más destacado fue Manuel Morey del Águila, prototipo del dandy de principios del siglo XX, cuya historia exhibe las extravagancias de la bélle époque. Hijo de uno de los caucheros más prósperos de Iquitos, se enamoró perdidamente, en Madrid, de la hija de un conde. El devenir de ese romance me fue confiado, en Lima, por su propio hijo, Raúl Morey Menacho. El joven Manuel Morey del Águila se dirigió al palacio madrileño donde vivía para solicitar al padre su mano. Pero se encontró con un primer escollo: el noble español no estaba dispuesto a entregar a su hija a un hombre que no tuviera un título nobiliario. ¿Se necesitaba ser, entonces, duque, marqués o conde? Pues bien, el caucho todo lo podría. Asesorado por informadísimas relaciones, Morey solicitó una entrevista con el canciller hispano, Mairata, para adquirir un título de conde. Esta era una costumbre bastante común, en aquella época, donde socialmente era más importante ser noble que haberse graduado en Harvard o en Oxford.

En la España del rey Alfonso XIII, en cambio, un marquesado o un condado eran absolutamente accesibles, sobre todo porque el monarca utilizaba los ingresos que implicaba el otorgamiento de títulos para mantener a sus numerosas amantes, según sostenían algunas versiones.
-¿Dónde tiene usted tierras? –le preguntó el canciller, durante la entrevista.
-En Loreto, Perú –respondió.
-Casi lo mismo le cuesta a usted ser marqués, que es un título mayor.
-No quiero ser más que ella. Quiero ser igual –aseguró Morey.
Después de rigurosos estudios sobre la pureza de sangre, del lugar de donde provenía y del precio que estaba dispuesto a pagar, apareció un día por su hotel una colección de personajes, a hora temprana e inoportuna, ya que el joven aspirante a conde estaba en plenos ejercicios amatorios con alguna atractiva madrileña. Optó por vestirse y descender al vestíbulo.
-Venimos en nombre de su majestad, el rey Alfonso XIII, a comunicarle que su
petitorio ha sido aceptado –dijo el vocero pomposamente.

También le señaló que debía adquirir el uniforme de conde, zapatos con hebillas doradas, un sombrero y una espada con empuñadura de oro.
-Para ser conde –prosiguió el vocero-, debe usted tener tierras.
-Poseo tierras en Tarapoto, en el Amazonas peruano –respondió.
-¿Y qué significa ese término?
-Es una palmera delgada que, en su parte superior, tiene una especie de barriga.


Finalmente, le dieron el título de conde de Tarapoto. Y, junto con el condado, un escudo de armas que era el de los Morey, pero en vez de tener tres moras, ostentaba una palmera alta y barrigona. El rey lo recibió en el Palacio de Oriente y, con pompa y circunstancia, lo declaró conde de Tarapoto. Hubo reverencias y sublimes fotografías junto al monarca. Ungido con un título condal de una remota región tropical sudamericana, Manuel Morey del Águila partió a pedir la mano de su bienamada, solicitando –como corresponde- una audiencia previa con su padre. El conde español lo escuchó, verificó los documentos firmados por el rey y le preguntó si, allá en Loreto, había nobles.
-Algunos, por el lado de la familia del Águila.
-¿Tiene algún palacio?
-No, pero puedo construirlo.
El madrileño lo contempló con escepticismo.
¿Cómo es la vida en Iquitos? ¿De dónde obtiene el dinero?
-Del caucho, por supuesto –respondió orgulloso Morey.
El auténtico conde se paseó por el imponente salón con inequívocos síntomas de intranquilidad. Finalmente, se detuvo y le clavó la mirada.
-Vea, jovencito –dijo . –Ustedes, los sudamericanos, creen que todo lo pueden comprar con dinero, desde un título nobiliario, hasta la mano de una joven. Pues bien: jamás le daré la mano de mi hija para que la lleve a ese infierno –concluyó.
Manuel Morey del Águila, conde de Tarapoto, debe de haber quedado azorado. Para paliar su dolor y humillación, decidió hacer un viaje por el Mediterráneo en compañía de una midinette y un grupo de amigos íntimos. Un día regresó a Iquitos con motivo de la zafra del caucho. Sentado a una de las mesas del Polo Norte, un bar de la ciudad donde se hablaba inevitablemente de política, les dice a los contertulios:
-He estado con el rey de España y me ha otorgado el título de conde de Tarapoto.
Las carcajadas no se hicieron esperar. Quién podía creer en semejante historia.
¡Conde de Tarapoto! Eso sí que estaba bueno. El joven Manuel corrió a su casa y regresó con el título condal y la fotografía que lo mostraba junto a Alfonso XIII de España, ataviado con un absurdo traje, sombrero y espada. Quizás lamentó no haber mantenido en secreto aquella ceremonia y su nueva calidad de noble.
En Iquitos, las bromas que le hicieron a partir de ese momento, terminaron amargándole la vida.

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